"Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío"   Don Quijote de la Mancha

miércoles, 17 de octubre de 2012

Ortega, España y los nacionalismos

En unos momentos de confusión como los que vivimos hoy, no hay nada como echar la vista atrás para saber cómo caminar hacia adelante. Una mirada sincera hacia la obra de Ortega, nos puede ayudar a encontrar la sensatez que tan a menudo falta en la política actual y a revisar algunas de nuestras convicciones sobre España y los nacionalismos.

Ortega era un gran defensor de la unidad de España y de la unidad de Europa como verdadera y definitiva solución a un problema que llevamos arrastrando durante demasiado tiempo. Veía en los nacionalismos el gran problema de la España del momento. Los nacionalismos son para nuestro filósofo, en gran parte artificios, sentimientos egoístas que no tienen en cuenta las necesidades de los otros ni su necesaria solidaridad con ellos. Estas ideas y otras similares del pensador español son habitualmente citadas por quienes defendemos un proyecto nacional común, sin separatismos, unidos, cohesionados. Sin embargo, sería deshonesto utilizar para nuestro propósito estas pretensiones orteguianas sin examinar con detenimiento lo que detrás de ellas se esconde.

El particularismo es un proceso de desintegración en el que las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. Este fenómeno es para Ortega el más preocupante de los existentes en la España de entonces. Su esencia consiste en que cada grupo de una nación deja de sentirse a sí mismo como parte y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás. Es un estado espiritual en el que se cree no tener por qué contar con los demás. Unas veces por excesiva estimación de nosotros mismos, otras por excesivo menosprecio del prójimo, perdemos la noción de nuestros propios límites y comenzamos a sentirnos como todos independientes. En España, este proceso de desintegración comienza en los últimos años del reinado del Felipe II y finaliza a finales del siglo XIX, estando desde entonces preparado para continuar. Pero, ¿por qué surge este fenómeno? ¿Por qué hay ciudadanos que quieren separarse de un Estado al que llevan perteneciendo tanto tiempo? Ortega nos da la respuesta en una de sus obras más conocidas: La España invertebrada.

Para el autor de la obra, la historia de toda nación y sobre todo la latina es un vasto sistema de incorporación. La formación de un pueblo no se crea por la dilatación de un núcleo inicial (como sucede por ejemplo con la familia), sino a través de la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. Esa incorporación no implica “tragarse” a esas unidades sociales ni anular su carácter, porque el sometimiento, la unificación o la incorporación, no significa muerte de los grupos como tales. De hecho,  la fuerza de independencia que hay entre ellos perdura. Pero la historia de una nación no es solamente la de su período formativo y ascendente sino también la de su decadencia.  Por tanto, –dice el filósofo-, “hay que entender toda unidad nacional, no como una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico”.

Ortega hace aquí una apreciación sumamente interesante; al entender la unidad nacional como sistema dinámico, está dando a entender que la historia no determina el futuro de una nación. Es muy común en nuestros políticos refugiarse en la historia de España para justificar un gran inmovilismo en lo referente a su idea. Una nación no tiene por qué seguir siendo lo que es o lo que ha sido, sino que serán las circunstancias del momento las que determinen lo que debe ser. A este respecto llegará a decir más adelante: “No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. Este error nace de buscar en la familia […] el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana”.

El poder creador de las naciones va a ser para Ortega una especie de genio o talento de carácter imperativo, no un saber teórico. Va a consistir en un saber querer y un saber mandar, pero siendo conscientes de que mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino que es “una exquisita mezcla de ambas”. Va a ser fundamental la sugestión moral y la imposición material perfectamente mezcladas en lo que es el acto de imperar. Porque  las personas que viven juntas en un Estado lo hacen para realizar algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. “No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”.

Así, en efecto, ha sido la creación de la nación española. España es una cosa hecha por Castilla. Nace en la mente de ella pero no como una intuición de algo real (España no existía como tal), sino como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador de voluntades. “La unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio aún más amplio. La unidad de España se hace para esto y por esto”. Por tanto y según Ortega, es fundamental en toda unidad nacional tener una idea clara de para qué  se quiere estar unidos, para realizar qué. Va a ser imprescindible la capacidad de persuadir, de convencer de la necesidad de esa unión, la idea de tener un proyecto sugestivo de vida en común.

Sin embargo cuando la unión nacional es necesaria y no se puede conseguir mediante la razón, Ortega es partidario del empleo de la fuerza de las armas. “Por muy profunda que sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella intereses particulares […]. Vano fuera el intento de vencer tales rémoras con la persuasión que emana de los razonamientos. Contra ella sólo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía histórica”. “Desde hace un siglo padece Europa una perniciosa propaganda en desprecio de la fuerza”. “Se ha conseguido imponer a la opinión pública europea una idea falsa sobre lo que es la fuerza de las armas. Se le ha presentado como cosa inhumana y torpe residuo de la animalidad persistente en el hombre. Se ha hecho de la fuerza lo contrapuesto al espíritu, o, cuando más, una manifestación espiritual de carácter inferior”. “La fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual”.

Es preciso aclarar para no confundir al lector, que nuestro filósofo era un hombre de su tiempo al que le debemos aplicar su famoso “yo soy yo y mi circunstancia”. Hay que situar sus palabras en el contexto social de la época (años 20), en el contexto de la obra y en el contexto global de su pensamiento para no caer en la lectura fácil y literal que tan a menudo se suele hacer y que lleva a interpretaciones equivocadas. Ortega, ciertamente, no era un pacifista en el sentido actual del término. Él mismo lo dice: “Siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no habría habido nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir sólo podremos imaginar una humanidad caótica”. Pero tampoco hace un ensalzamiento de la fuerza ni de las armas sin más, sino que hace un análisis histórico sobre la unificación de las naciones, considerando que esa unificación y posterior prosperidad que con ellas surgió no hubiera sido posible sin la fuerza de las armas.

Una vez llegados a este punto, Ortega sentencia: “cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”. Castilla invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Pero con Felipe III todo se desvanece. Ya no se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico ni en lo moral, solamente se limita a conservar el pasado.

Como podemos observar, Ortega señala como principal culpable de la aparición de los nacionalismos a Castilla. Ha sido su dejadez política la que ha provocado que las regiones incorporadas en el pasado ya no quieran continuar a su lado. Nuestro filósofo se plantea una pregunta ineludible: “¿Es extraño que, al cabo del tiempo, la mayor parte de los españoles, y desde luego la mejor, se pregunte: para qué vivimos juntos? Porque vivir es algo que se hace hacia delante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro. No basta pues, para vivir la resonancia del pasado y mucho menos para convivir”.  Ortega hace aquí sin duda un guiño a Ernest Renan quien en su “¿Qué es una nación?” la denominaría como “un plebiscito diario caracterizado por la voluntad de convivir”.

Se plantea además muchas otras cosas: “¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el gusto de existir. Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo…” “La convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el montón de piedras al borde de un camino. La nacionalización se produce en torno a fuertes empresas incitadoras que exigen de todos unos máximos de rendimiento y, en consecuencia, de disciplina y mutuo aprovechamiento. Solo la acción, la empresa el proyecto de ejecutar un día grandes cosas son capaces de dar regulación, estructura y cohesión al cuerpo colectivo.”

No obstante, Ortega responsabiliza también a los nacionalismos del desvanecimiento de la unidad nacional porque la energía unificadora de una nación, necesita para no debilitarse, de un estimulante, de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrífugo que pervive en los grupos. Por eso dice: “Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiese acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia.”

Aquí finaliza la primera parte del análisis de la España Invertebrada. Ahora es el momento de que cada uno extraiga las conclusiones que crea oportunas; yo sacaré las mías porque aunque no es posible trasladar literalmente el pensamiento de Ortega a la época actual, sí creo que muchas de sus ideas tienen una perfecta actualidad.

Estoy muy de acuerdo con el pensamiento del autor excepto en la utilización de la fuerza como último instrumento para conseguir la unidad nacional. Creo que en ningún caso se debería utilizar para este fin. Estoy de acuerdo con él, con que el principal responsable del incremento del sentimiento independentista es el Estado español. Éste no ha sabido durante los últimos años comportarse como tal. Ha sido un Estado ficticio dividido en 17 mini estados. Ha sido un Estado dirigido por unos políticos ineptos que han permitido el expolio de su riqueza desde todos sus rincones.  Un Estado en ruinas, carente de cualquier tipo de proyecto ilusionante, que no solamente no ha sido capaz de avanzar hacia un mayor bienestar social sino que ha retrocedido. Un Estado que no se ha preocupado de salvaguardar los intereses de los ciudadanos, que no ha sido capaz de tener una posición decisiva en Europa, que en definitiva, ha dado la espalda a una sociedad de la que vive. Es cierto en mi opinión también, que los nacionalismos han sido excesivamente egoístas; nunca se han preocupado del bien común, se han preocupado exclusivamente de su bien particular. Por otro lado, creo también que la historia no puede determinar el futuro de una nación; está ahí para aprender de ella, pero no para copiarla. Podrá sugerirnos lo que es y no es conveniente hacer, pero quien determina el futuro de una nación son sus ciudadanos y las circunstancias en las que viven. Es además fundamental como dice Ortega, la existencia de una voluntad de convivir porque de las imposiciones solo nacen resistencias. Una voluntad de convivir que estará asegurada cuando el Estado actúe como tal, cuando cumpla con sus obligaciones y ejerza sus funciones, cuando sepa ser justo, cuando sepa persuadir, convencer y sobre todo razonar. Aunque para conseguirlo, probablemente sea necesario otra clase de políticos, y quizás también... otra España.

1 comentario:

  1. Interesante reflexión. Hace años leí a Ortega y me gustó su análisis(a grandes rasgos) pero no las soluciones al mismo, sobre todo en la parte de la fuerza.
    Un pueblo debería ser libre para poder decidir sobre su autodeterminación, pero es que no solo se niega ese punto, sino que se niega el mero hecho de preguntar si se estaría a favor o no en una consulta popular.
    ¿Y así se piensa que se va a estar agusto en la "nación madre"? Lo único que alimenta es el sentimiento del separatismo.
    Asturies es una nación con una historia independiente, que por circunstancias históricas pertenece a España desde hace siglos. Viendo el esplendor que tuvimos como nación independiente y la decadencia en la que vivimos ahora mismo dentro del Estado Español, no hace falta muchas luces para decir que -siendo ventajista- nos iría mejor como país independiente.
    Si bien ahora, en nuestra situación, sería imposible, sí que creo que medrar en una mayor autogestión de nuestros recursos, con un mayor control público, sería la primera piedra para volver a recuperar parte de esa gloria.
    Lo que está claro es que las naciones se rigen por sentimientos o por beneficio social/económico. Si falla una de las dos cosas, se puede compensar con la otra, pero si fallan las dos ... existe un problema.

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